lunes, 3 de diciembre de 2007

Palabras de Roberto Castro

Queridos amigos, entre los que han asistido para acompañarme a la presentación de este modesto libro, habemos varios que pertenecemos a una generación en vías de extinción. Esto no es malo ni bueno, es un hecho que yo constato.

Con algunos hay un largo camino de andanzas y experiencias compartidas, las considero gratas, ya que como el vino, a mayor envejecimiento mejor sabor.

Estos poemas, que son un homenaje a las víctimas, al torturante dolor de sus familiares y amigos, son también un reconocimiento a sus sueños.

Yo no los conocí, no supe de su existencia hasta hace unos tres años, tal vez cuatro, cuando me incorporé a un colectivo que luchaba por recuperar el sitio para levantar una casa de la memoria.

Llegué a él, como llego siempre a las organizaciones sociales, sin más interés que servir. La mayoría de las víctimas, bien podrían haber sido mis hijos, por su juventud.

Este hecho me tocó en lo más profundo y a través de la lectura de los relatos que sus familiares hacían, los poemas fueron tomando forma. Yo no compartía del todo sus sueños, pero comprendí que la diferencia entre sus sueños y los míos, pasaba a ser un detalle. Los años vividos no son en vano, hacen comprender la importancia de la tolerancia, lo sabio de ella y lo insensato de la intolerancia.

Poco hemos aprendido en relación a que no todos podemos ver las cosas del mismo color, más aún cuando usamos gafas oscuras y nos perdemos de admirar la belleza del caleidoscopio que nos ofrece la vida.

Para abreviar y no cansarlos, les voy a hablar de la última vez que tomé parte en una manifestación de protesta, fue en la de los pingüinos. Me encontraba cerca de la Universidad de Chile, en la esquina de Arturo Prat, pasaba el guanaco y los jóvenes estudiantes les disparaban una andanada de piedras, desde todos los ángulos. Yo entusiasmado tome una piedra (la calle estaba regada de ellas) y, juntando todas mis energías, la lancé hacia el carro policial. El proyectil no alcanzó el blanco. Una muchacha que estaba a mi lado me contempló extrañada y me dijo, “abuelo ¿qué hace usted aquí?, váyase para su casa”.

Me retiré masticando la frustración de la inulidad de mi esfuerzo. Este golpe a mi autoestima me hizo buscar otra forma de lanzar un objeto al rostro del sistema, ya no piedras, si no sueños. Los de estos muchachos y los míos, qué importa que sean diferentes, ¿acaso las piedras no lo son?

Este libro es eso. Espero obtener mejor resultado que con mi última piedra y que nadie me diga: “abuelo, váyase para la casa”.

Roberto Castro

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