jueves, 1 de noviembre de 2007

Cuento: Calle de Gente Pobre, inspirado en el Taller de Cuentacuentos: Tenemos tanto que contar...

CALLE DE GENTE POBRE

Con un homenaje a la Sra Patricia Vogel de La Pintana.

Yo no me llamo Patricia. Mi nombre es Flor. Pero a mí no me molesta que me digan Patricia, todo lo contrario. Y se preguntan por qué no me llaman por mi nombre verdadero, a mí sólo se me ocurre decirles que porque me crié así nomás, güachita. Me cuidaba una tía que nunca supe si sería de verdad tía mía. Pero era buena. Vivíamos en una casa de adobe que ya se caía ahí por Bernal Del Mercado. Calle de gente pobre.


Mi tía salía temprano a tomar el tranvía a la Alameda porque trabajaba cocinando en una casa de ricos. Yo me mojaba bien la cara y el pelo para peinarme con lo dedos, y cerraba bien para irme a la esquina; a un almacén donde vendían azúcar, harina, té y esas cosas, y donde la señora que era la dueña me daba un leche con pan a veces con mantequilla. Y yo a cambio le barría y le acomodaba los cajones y me ganaba así también un caldo a la hora de almuerzo. Así eran las mañanas de esta güachita de nueve años, flaca y pasada de hambre, pero contenta.


Las tardes eran más entretenidas, porque llegaba de la Escuela Normal la Camercita, hija de la dueña que estudiaba para ser profesora. Era linda la Camercita, de dieciséis más o menos. Tenía de amigo un chiquillo más grande que vivía con su mamá a unas dos cuadras en una casa más pobre que la mía. Era un cabro bueno, trabajaba para su mamá. Salía para allá más temprano que mi tía incluso. Yo me asomaba a veces para verlo pasar, y lo seguía con la vista hasta que se perdía por una curva que había en la calle. El niño era lindo, se llamaba Patricio; claro que la Carmecita no poleaba con él, porque en ese tiempo no se usaba esto de pololear. Si una niña pololeaba la podían tratar de puta y después quién iba a querer casarse con ella.


"Las niñas decentes no pololean, se ponen de novias", así me decía la Camercita mientras encendíamos el brasero para calentarnos y tomarnos la once. Pobre la Carmencita, a ella no la iban a dejar ponerse jamás de novia con un niño como su amigo porque era más pobre que ella. Imaginen que su mamá, como dueña del único almacen, era la rica de la calle, y la Carmencita lo quería tanto. Él también la quería. Yo lo sé porque era la recadera. Apenas sonaba la sirena del gasómetro, nosotras ya sabíamos que Patricio vendría desde Alameda, porque jamás pasaba a tomar tragos ni a jugar dominó, ni a ninguna de las tonterías en que se la pasan los chiquillos. Patricio era bueno, repito; y en cuanto sonaba la sirena yo paraba con la escoba y le ponía oreja a la Carmencita para escuchar lo que querría que le dijera a Patricio. Después yo partía a encontrarlo hacia la Alameda y le daba el recado de siempre, "que ella lo esperaba a las ocho y media en la plazuela que había a tres cuadras hacia General Velásquez".


Patricio me lo agradecía con un cariño en la mejilla y me pasaba una vianda chiquita que traía para mí desde el terminal pesquero donde trabajaba. Después se iba contento a llevarle otra más grande a su mamá, y a arreglarse para encontrarse con la Carmencita, imagino. Yo calentaba la vianda en el brasero de la Carmencita y comía de ahí algún arrocito con almejas, o unos pocos porotos, y después salía escondida detrás de la Carmencita para ver cómo se besaba con Patricio. Y se besaban y se besaban. Se besaban y se hacía cariño... era lindo.


Un día Patricio venía muy contento. "Nos salió casa en San Bernardo"; así me dijo; y me dijo también que venía a despedirse porque se iría a vivir allá con su madre. Por ese tiempo a toda la gente le daban casa en San Bernardo, pero San Bernardo era para nosotros algo así como Rancagua o Punta Arenas, imaginen: a San Bernardo había que ir en tren. No veríamos más a Patricio. Se me cayó una lágrima y él se dio cuenta. "Pero no llores Flor", dijo para consolarme, "te traje algo rico que jamás antes habrás comido", y ahí nomás, en plena calle, abrió la vianda que traía para mí, y pude ver unas especies de rocas de donde salían unos picos de pájaros bastante horribles. "Son picorocos cocidos al vapor", me dijo, y me obligó a tomar uno de esos picos con los dedos y tirarlo. Salió de atrás una carne blanca latiguda que me dio asco. A pesar de eso Patricio me obligó a abrir la boca y me la metió toda adentro, diciéndome "masca, masca". Tenía razón. Nunca había comido algo tan delicioso. Entonces él me tomó de las dos manos y me hizo dar vueltas girando con él de eje. Nos comimos los picorocos que quedaban, uno para cada uno, y él partió con la vianda para su madre y yo a contarle la mala noticia a la Carmencita.


La Carmencita se puso a llorar tras el mostrador y no había cómo consolarla. Por suerte lograba disimular cuando su mamá andaba cerca. "Voy a estudiar donde una compañera", le dijo a su mamá. Así le decía cuando iba a juntarse con Patricio. Yo partí detrás como siempre para mirarlos, y para ayudarle a venir de vuelta a la Carmencita si le daba el llanto de nuevo. Ésa fue la primera vez que vi que cuando se hacía el amor parecía una locura. Después de que se besaron y besaron, la Carmencita se vino corriendo y me pidió que la ayudara a lavarse sin que la vieran y a que se pusiera un vestido limpio... y como yo era entonces muy ignorante, quise saber si Patricio le había hecho daño. "No seas tonta", me respondió. Y yo le pude decir lo mismo a Patricio cuando a la salida del almacén vino a preguntarme cómo estaba la Carmencita. En vez de eso, me puse enfrente suyo y le dije que ella estaba bien, pero que él no podía irse. Y se lo dije así nomás sin rodeos. Cuando me preguntó por qué, le respondí, miren mis ocurrencias... que porque yo lo amaba, porque lo amaría siempre, y porque yo haría con él todo lo que él quisiera. Patricio se quedó mirándome extrañado, me tomó en brazos y me dio unos besos en las mejillas. Después, sin soltarme, me preguntó si acaso estaba loca, y si no me daba cuenta de que todavía no tenía diez años y que él veintitrés. Yo le respondí que eso no importaba y que yo no sólo lo amaba sino que lo amaba desde que lo había visto; pero él que no, que me quería pero como a hija y cosas como ésas para consolarme, después, medio enojado me dijo que estaba loca y reloca.


Me tenía todavía en brazos y quiso darme un último beso en la mejilla, pero yo le di vuelta la cara y me lo dio en la boca. Yo no quería soltarlo, pero él me dejó en la vereda diciéndome que él de verdad me quería y mucho, pero tenía que irse con su madre porque era un muchacho bueno y me dijo también muchas otras cosas que a mí no me importaban, y también que yo era linda y simpática y que iba a tener muchos hombres en mi vida, así que iba a olvidarlo pronto, que de eso a él no le cabía duda.


Yo le respondí que no iba jamás a olvidarlo, y que para recordarlo para siempre iba a cambiarme de nombre; desde ahora me llamaría Patricia, nunca más Flor. Nunca más volvimos a verlo, ni la Carmencita ni yo. La Carmencita apareció a los días con un amigo nuevo compañero de su curso, y se puso de novia después con él, su mamá no le puso problemas; pero yo jamás olvidé a Patricio, por eso todos me llaman como yo quise me llamaran: Patricia... así nomás Patricia, nunca más Flor.

Martín Faunes Amigo. Colina, invierno 2007

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