jueves, 1 de noviembre de 2007

Cuento Pasto Maduro, inspirado en el Taller de Cuentacuentos: Tenemos tanto que contar...

PASTO MADURO


Con un homenaje a don Juan Atenas de La Pintana.

Mipadre era mediero en un fundo ahí por Alhué. Digo "por ahí", porque el lugar donde vivíamos no tenía, que yo recuerde, ningún nombre muy preciso. Nuestra casa estaba de espalda a los cerros y orillando un río chico que se podía pasar fácil mojándose un poco los pies. Hasta ese estero llegaba la medianería de mi papá, en la orilla del frente estaba la casa del mediero que sembraba pa'l bajo, o más bien la viuda suya, porque él se había muerto dejándola con un hijo, amigo de mi hermano mayor, y varias chiquillas, una de ellas un poco más grande que yo, que tenía por entonces quince, o más o menos quince, porque nunca supe en realidad la edad exacta que tenía. Una porque por esos años uno nacía nomás en su casa y a nadie lo inscribían en los registros como ahora; otra, porque siempre fui brutazo pa' los números. En realidad yo era brutazo para todo... entendía de vacas y sembradíos, cierto; pero nada de amor ni de cosas como ésas.


Un día, así nomás, sin aviso, nos golpearon la puerta mientras desayunábamos. Eran los milicos que venían a buscar al Enrique, mi hermano mayor, para que hiciera el servicio de militar. Por suerte el Enrique había partido hacía mucho rato al cerro con su amigo el del frente, porque ellos eran los pastores de las dos medianerías, y se llevan los animales nuestros y los de ellos antes del alba para que pastaran donde el pasto estaba maduro, y para cuidarlos porque siempre estaba por ahí el problema de los cuatreros.


Mi padre les dijo que el Enrique se había ido a trabajar pa'l norte con su amigo, el de la medianía del frente, pero los milicos no le creyeron. Se fueron enojados diciendo que iban a rastrearlo y, mientras vadeaban el río para llevarse al otro chiquillo, mi padre me pidió subiera al cerro sin que vieran y les avisara para que pudieran esconderse. Y así lo hice. Yo mismo les ayudé a apagar la fogata que tenían, y les contuve las vacas mientras ellos arrancaban en las yeguas pa' los cerros vecinos. Después me escondí entre unas rocas pa' ver lo que pasaba, y los milicos al encontrar el ganado solo, agarraron una ternera y la carnearon ahí mismo, la asaron y se la comieron.


Se fueron casi ya de noche, se aburrieron de esperarlos. Entonces aparecí yo haciéndome el que venía de abajo a buscar el ganado, pa' que creyeran que yo mismo lo había traído antes del alba. "Estas vacas se quedan aquí solas", les dije, y yo pensé que me habían creído, pero como a mi taita, a mí tampoco me creyeron. A los pocos días volvieron sin pasar por las casas y los sorprendieron en el cerro, los bajaron amarrados, eran como cinco milicos y dos pacos de Alhué, más otros dos civiles que todos por ahí sabían que eran cuatreros. Se llevaban también una vaca preñada y la escopeta de Enrique y la de su amigo que quedarían requisadas. Ni siquiera dejaron que los chiquillos se despidieran, la que más lloraba era la viuda del frente que se quedaba sin hombre. Al pasar uno de ellos me lanzó un puntapié diciéndome que unos años me llevarían a mí también. Mi mama y la viuda les gritaban insultos, los perros les ladraron hasta que se perdieron en el camino.


Esa noche mi padre me llamó para decirme que de ahora pa'delante yo pasaba a ser el pastor de la casa. Yo dije que bueno altiro, porque siempre había querido ser el pastor como lo era mi hermano. Mi mama le arreglaba una vianda todas las noches mientras él limpiaba muy bien la escopeta, y al alba partía él en pelo en la yegua con el hijo de la viuda, llevaban las vacas nosotros y las de ellos. "Te va tocar ir con la chiquilla del frente", me dijo mi mama; "ésa que es un poquito más grande que vos... te vai a portar bien con ella, eso sí, porque es cabra buena". Yo siempre me portaba bien, mi mama no tenía para qué decirme nada de eso.


Al otro día partimos al alba, cada uno en su yegua. Mi padre me pasó una escopeta vieja que había limpiado para mí. Las vacas partieron pa' arriba enfiladas con sus terneros, se sabían el camino solitas, y en cuanto llegamos, la niña del otro lado, quiso hacer fuego para que calentáramos las viandas, debajo de un quillay donde lo hacían mi hermano con el suyo, pero yo le dije que no, y me la llevé pa' unas rocas como caverna donde me iba a poder esconder mejor cuando vinieran los milicos a buscarme. Así que ahí hicimos la fogata. Más tarde, cuando empezó a correr un viento de esos que cortan la cara, me invitó a que nos guareciéramos con una manta que ella traía para montar en el lomo de la yegua. Se nos pasó re luego el frío y ahí nos quedamos quietecitos mientras las vacas pastaban y los terneros jugaban a darse cabezazos.


Era rico estar con ella calientitos los dos. Ese primer día estuvimos casi toda la tarde pegaditos, si hasta nos dormimos a ratos y, mientras recogíamos las cosas para devolvernos, ella me dijo con risitas que mejor no le contara a nadie que habíamos dormido juntos la siesta. Yo le contesté que no iba a decirle nada a nadie porque yo no era de los que andaban por ahí hablando; además para qué tendría que decirle yo algo a alguien, si no había nada de malo que nos hubiéramos guarecido juntos, porque teníamos una sola manta y puchas que hacía frío.


Pasamos así varios días, hasta que una tarde me desperté, y me di cuenta de que ella me estaba haciendo cariño. La embarré, porque ella paró y se hizo la lesa. Y fíjense, recién vine a darme cuenta de que los hombres se podían hacer cariño con las mujeres y que era rico. Era muy aturdido, pero las cosas iban a cambiar. A partir del día siguiente se me ocurrió que podía hacerme el dormido para así sentir cuando ella me hacía cariño con sus manitos tan suaves; y cuando ella se dormía era yo el que la acariciaba por las mejillas y por el cuello, para hacerme el dormido si ella despertaba. Yo no sé a ella pero a mí me pasaban cosas rarísimas mientras no acariciábamos que no me atrevería a contar por vergüenza; aunque no me avergüenzo de decir que esas cosas raras me gustaban, y cuando las sentía me daban ganas de besarla y esas cosas, pero no me atrevía, la besaba sólo por los ojos, porque en la boca podía despertarla, y jamás quise intrusiarla debajo del vestido, por respeto.


No pasaron muchos días, un par de semanas quizá, en que la chiquilla, se hizo la que me había descubierto acariciándola, y, antes de que yo le dijera nada, me salió con que no me preocupara, porque ella no le iba a contar a nadie si yo no le contaba a nadie tampoco. Yo no encontraba que fuera malo que nos hiciéramos cariño, y que por supuesto, si ella no quería que yo lo contara, ella sabía muy bien que yo no lo contaría. Ésa fue la vez en que quiso saber si quería jugar con ella a lo que jugaban los terneros. "Yo sería la ternera" me dijo.


Para qué voy a decir si me gustó ese juego o no. Me gustó y mucho. Estuvimos jugándolo por todos esos días hasta que empezaron las lluvias y había que darle pasto a las vacas en los establos, así que no había necesidad de llevarlas al cerro. Por esos días nos llamó mi padre para contarnos que el patrón por un lío de semillas ya no lo quería de mediero y que nos iríamos lejos, a un fundo por la boca del río Maipo. Mi mama echó unos lagrimones pensando que cuando volviera el Enrique ya no iba a encontrarnos, pero mi taita le dijo que no, que le dejaría indicaciones con la viuda del frente y que no habría problema. Ahí partí con él a acompañarlo donde la viuda y mi compañera pastora se echó a llorar altiro. Pucha, a mí me daba pena pero no era para tanto. Igual, la chiquilla lloró y lloró hasta que no vinimos y, al otro día, mientras cargábamos la carreta, cruzó con su mamá donde nosotros a decirle a mi mama y a mi taita, que yo no me podía ir porque ya era de la Teresita, así se llamaba la chiquilla. Mi taita le respondió que cómo se le ocurría, y que yo no era más que un niño. Mi mama me llevó pa' un rincón para preguntarme si me había portado mal con ella, y yo no me había portado mal, no había hecho nada malo, así que así se lo dije; y mi mama fue y les dijo que yo decía que no había hecho nada y que por lo tanto no era de la Teresita ni de nadie.


Y partimos. Ocho días nos demoramos en llegar al fundo nuevo, y los ocho aguantando las lágrimas. Pasó un año, y pasó otro. Un día cualquiera volvió el Enrique; parecía un hombre grande, no traía chupalla sino sombrero de huaso. No puedo decir todo lo contentos que estábamos. Le preparamos un asado, salimos a buscar vino tinto. La primera pena que tuvimos con su llegada fue saber que su amigo, el hermano de la Teresita estaba muerto. "Trató de escaparse del regimiento después de un castigo injusto y le dispararon", eso nomás dijo, y me bastó para entender que su vida en esos años no podía haber sido para nada buena. La segunda me la dio a mí solo " la Teresita tiene un hijo tuyo", y yo miren, el aturdido, ni siquiera sabía que con ese juego del ternero se tenían las guaguas. Yo pensaba que eso era así entre toros y vacas, o con las ovejas o los conejos pero no entre nosotros la gente cristiana.


Aturdido. Fue cuando supe que había estado enamorado, y que por enamorado echaba tanto de menos a la Teresita, por eso el nudo que no me lograba sacar de la garganta. Pero no sólo eso... si yo era más aturdido de lo que yo mismo creía, fue cuando supe también que el juego del ternero era hacer el amor y que yo, enamorado de la Teresita, de verdad le pertenecía.


Temprano al otro día saqué la yegua para partir pa'l Alhué. Mi paire me regaló su montura y sus aperos, y también la escopeta, porque dijo que yo ya era pasto maduro y que con mi deber nomás cumplía. Claro que mi mama se quedó llorando y no paraba de llorar. Enrique me dio unos abrazos y me quiso cambiar su sombrero de huaso por mi chupalla "a ti no van a poder llevarte los milicos porque vai a tener un hijo que mantener, la ley es así", eso me dijo despidiéndose. Mis hermanos más chicos se fueron corriendo detrás de la yegua haciéndome señas con las manos y los pañuelos.


Me fui al trote. Paré un rato en la noche sólo para que la yegua descansara, no me demoré ni tres días en llegar. La Teresita estaba en la puerta peinaita, ni que me hubiera estado esperando. Fíjense: me tapó a besos. Tenía en los brazos a un chiquillo que ya caminaba, le había puesto como yo: José.

Martín Faunes Amigo. Colina, invierno 2007.

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